Podemos notar cada vez con mayor claridad de qué manera los videojuegos se parecen a la vida real; los poderosos motores gráficos permiten que las texturas, sonidos y movimientos, la apariencia de los lugares y la física de los mundos virtuales se asemejen más y más al comportamiento real del mundo. Pero es menos notorio que, del mismo modo, la vida real guarda perturbadoras semejanzas con los videojuegos.
Un ejemplo de esto es el impactante parecido entre el comportamiento de algunas personas y el de los zombis. Los videojuegos nos enseñan que la fuerza del zombi está en la masa, y que en cada uno late el germen mortal, la posibilidad de una nueva y sangrienta horda. Pienso que en la vida real podemos ver cierta semejanza con el zombi en el comportamiento de algunos individuos. Hordas de adolescentes visten y hablan como ídolos de la música o el deporte; hordas de consumidores de moda en una carrera imposible por estar al día; o más sencillamente, personas que descalifican todo aquello que no conocen o comprenden.
El apocalipsis zombi (o Z-Day) es real y lleva ya tiempo entre nosotros: la gente que teme desarrollar un gusto y un criterio propio, que teme asumir o inventar su propia identidad (su propia diferencia), que realiza actividades que se mecanizan para parecerse más y más a las de la masa, son una amenaza que podemos encontrar fácilmente en nuestra vida diaria, en nuestros lugares de trabajo, escuelas, familia o amigos cercanos. Es un apocalipsis lento pero constante.
Como en los videojuegos o películas, lo primero es identificar que estamos efectivamente frente a un mal incurable. Nuestros amigos, esas personas con las que antes podíamos relacionarnos se han vuelto irreconocibles: actúan queriendo emular comportamientos de celebridades o estrellas de televisión de maneras torpes o francamente ridículas, sin ser capaces de dar razón de sus actos, es decir, sin capacidad para cuestionar su entorno.
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